miércoles, 17 de abril de 2013

Camino al infierno



Para Erik:

Toda la vida maldiciendo. Destruyendo en vez de construyendo. Toda una vida mirando a la gente bajo el manto helado de la hipocresía. Toda la vida sintiendo el hielo. La frialdad de los sentimientos, de las emociones.
Todo lo había hecho la falta de tacto, de respirar la vida; la falta de querer sentir el mundo, y las ganas de absorber las ilusiones de los demás.
Lo habían curtido las experiencias, los llantos y las amarguras. Lo habían tallado las notas que no recordaba al piano. Las veces que lo regañaron por ello habían aumentado sus ansias de soledad. Y ahora era él. Un hombre solo al piano.
Era difícil recordar su vida porque tantas veces había hecho acallar su conciencia que recordarlo no era su mayor ejercicio. La maldad que guardaban sus ojos, la frialdad que se escondía en sus manos y la nota final que nunca llegaba a poder tocar porque siempre se equivocaba. Siempre sucumbía en esa nota. Entonces volvía a empezar.
Olía a soledad, a viejo, a sucio. Olía a muerte. Pero mientras todo a su alrededor parecía que moría poco a poco, había algo que nacía en el mismo instante. Esa melodía.
Todo comenzaba por un pequeño “La” que le recordaba a su infancia. Sus hermanos pequeños corrían a su alrededor y jugaban. Todo empezó en un “La” causado por el desenfreno de ver a sus hermanos besar a su madre.
Envidia.
Y así fue como sus ojos mostraron la mirada que no escondía nada de su interior. No escondía su maldad; y quizá si la hubiera escondido, ellos no hubieran gritado. Y quizá si no hubieran gritado, él no les hubiera arrebatado su inocencia. No les hubiera arrebatado su albedrío. No les hubiera hecho callar.
Los dedos se deslizaban por el piano en una escala más grave y su mano izquierda acompañaba con tormentosos acordes. Siguió tocando mientras el viento entraba fuertemente dentro de la sala y movía las grandes cortinas que llegaban de suelo a techo, que eran de tal grosor que no dejaban entrar la luz. Esos ojos que una vez miraron envueltos de envidia, ahora no eran capaz de volver a mirar la ternura del sol.
Quedó cegado. Cegado ante la vida, ante la verdad. Quedó cegado ante el camino que debía seguir y por eso marchó en otra dirección; siguiendo solo las notas agudas del piano.
Cuando tocaba las notas más punzantes pero hermosas, cerraba los ojos y se sumía en la oscuridad.
La oscuridad era su mayor arma, su mayor fuerza. Había crecido en la oscuridad como un ave que aprende a vivir en su jaula. Y se enamora de ella. Como un prisionero que conoce el exterior, y no quiere salir; porque ama su prisión.
Amaba la oscuridad en la que vivía. No era capaz de comprender que la oscuridad se alimentaba de su mal, se alimentaba de él.
Las notas recaían lentamente en una balsa movida al son de un compás lento. La lentitud trajo a su mente imágenes de su adolescencia, de los comienzos de su autismo y de su autodestrucción. No pudo, como muchos jóvenes, superar la cantidad de sentimientos nuevos que aturdían su cabeza a una velocidad más rápida que la de su asimilación.
Lo sabía. Se estaba convirtiendo en un monstruo. Sus ganas de vivir disminuyeron y su piel se tiñó de blanco, como la nada. Eso era lo que corría por sus venas. La nada, la indiferencia, el olvido.
El olvido.
Olvidó vivir. Simplemente se tumbó en su sofá y se olvidó de todo. De todo. Se olvidó de lo que era dormir: pero más importante, se olvidó de despertar.
Pereza.
Solo miraba. Miraba la oscuridad intentando conocerla. Intentando reconocerla, y reconocer en ella a su propio ser. Se buscaba a sí mismo, pero eso lo había dejado inválido, muerto y sin vida.
Un silencio largo en la melodía era lo que mejor expresaba su incapacidad de hacerse cargo de su propia existencia. Pesadez, la vagancia que lo había llevado al extremo de dejar de ser nada, ni nadie.
Retomó el sonido como si nunca antes hubiera tocado nada. Comenzó nuevamente como si esa parte de la canción hubiera superado esa parte de su vida. Pero como si igualmente la hubiera marcado.
Las paredes de la vivienda estaban marcadas por sus pensamientos nocturnos. Aunque él ya no conocía el día y la noche. Solo la noche. Vivía de noche y hacía que el día solo fuera un reflejo de lo que ocurría antes de amanecer.
Todo pensamiento era aprisionado en las paredes como lo estaba él a ése viejo caserón. Sus ideas eran marcadas con un rotulador que nunca averiguaba de dónde había sacado, puede que estuviera demasiado borracho en el momento de encontrarlo. Porque sí, bebía. Era un bebedor de esos que no entienden el propósito de su acción pero que igualmente intentan reemplazar toda idea de culpabilidad y todo aullido de su conciencia por melodías algo más alegres tocadas al piano.
Sonaba algo más alegre, notas con más ritmo, con más vida. La bebida lo dejaba en ese falso estado. En ese estado que parece sonsacar el único hilo de felicidad que acomoda su cabeza, aunque ni siquiera exista. Pero la bebida no era su único placer.
Gula.Su peso nunca había sido del todo un problema, y menos para tocar el piano. Pero sí era cierto que solía prepararse unos manjares mucho más suculentos de los que su bolsillo le permitía. Comía cuando quería; sí, pero siempre quería. Y siempre comía para saciar un hambre que nada ni nadie había sido capaz de saciar.
Comía como si su única intención fuera la de calmar su ansiedad. Comía continuamente porque había probado la soledad, la incertidumbre y el anhelo y nada había sido capaz de hacerle ver que hubiera una solución a su realidad. Comía para rellenarse; creen incluso que pudo llegar a comerse a alguna persona...para intentar ocupar en su estomago algún hueco de soledad que se producía en su corazón.
A veces la gente lo miraba y parecía entenderlo. Era un pozo que nunca podía rellenarse, que vivía condenado a los agujeros negros. ¡Cuántas personas están rellenas de agujeros negros que absorben todo lo que son capaces de sentir para acabar vacíos!
Sonaba un bucle en la melodía, un vacío propio; un segundo de silencio y de suspiro. Un agujero en la melodía. Un borrón en la partitura.
La gente había llegado a entender sus ansias de rellenarse, de buscar la felicidad en cosas banales y pasajeras, y en obtener cada vez más cosas con las que poder sentirse más acogido, más acompañado y más humano.
Avaricia.
Robaba cosas que no necesitaba solo para ocupar el espacio que en ese viejo caserón habían dejado la falta de cariño, de alegría y de familia. Esparcía todo tipo de objetos por la casa, para que no existieran los rincones. Repartía por todas las mesas para que no hubiera huecos y no existiera el lugar donde pudiera esconderse nada. Ni siquiera él mismo. Tanto había sido así que la casa estaba invadida de objetos codiciados por muchos y abandonados por él.
Le daba igual quién fuera el propietario. Le satisfacía sentir la angustia de otra persona al perder algo querido. Pero, ¿qué era lo que le habían arrebatado a él?
La vida. ¡Estúpido de él! Seguía emperrado en que la gente feliz le había robado a él su felicidad. Que alguien se había llevado su suerte y su entereza. Qué ingenuo es el ser humano cuando no sabe explicar su falta.
Lo que él no entendió nunca es que conocemos la soledad después de haber tenido a alguien, al igual que comprendemos la felicidad cuando hemos vivido la tristeza. Eso era, él estaba solo porque alguien lo quiso alguna vez. Y él quiso.
Esa persona no era real. Vivía en las almas de todo inocente. Su avaricia consistía en sacarlo a la luz y guardarlo para él. Coleccionaba esa pequeña parte de su amado arrebatándoselo a los demás.
Se había enamorado del miedo.
Titubeaba en un par de notas. Sonaba algo estridente y mortal. Pero a la vez le satisfacía. Era como el preludio de un orgasmo. Primero lo hacía vibrar, e incluso temblar, pero a su vez le producía placer tocarlo.
El miedo lo amaba a él también. Lo perseguía. Había sido azotado por todos los miedos del mundo, y había sufrido en silencio. Porque le daba placer. Pero ahora alguien había cobrado su avaricia y le había arrebatado lo que más quería, tener miedo. Su amado, temer.
Ya no sentía miedo hacia nada y hacia nadie, y eso lo hacía vulnerable. En realidad el ser humano ama el miedo, es su escudo ante el vivir. Él lo había perdido, era un cuerpo sin escudo ante el dolor. Había perdido la razón por la que seguir vivo, su miedo a morir.
Su falta de miedo y su continua búsqueda lo habían convertido en una persona agresiva, susceptible ante los suspiros…y vengativa.
Ira.
Varias de las teclas de aquel gran piano habían sido partidas en ocasiones de angustia y desenfreno. Esas notas habían sentido su locura y habían sabido calmarlo. Porque tocar lo relajaba, pero ahora ese fuego interior que lo hacía sentirse cada vez más cerca del infierno, estaba azotándolo por dentro.
Gritar. Quería gritar al mundo. Gritarle al mundo su soledad, para que el mundo comprendiera la falta que hace ver el sol donde sólo habita la oscuridad, y ver la oscuridad donde nadie conoce la ceguera.
Y gritó. Tanto gritó de la furia y el enfado con la propia existencia que se rompieron todos los cristales y dejaron entrar la luz. Rápidamente tapo su cara con el brazo derecho, y con los ojos cerrados y apoyado sobre el piano, siguió tocando únicamente con la otra mano.
La furia acogida por la melodía se había relajado de repente. Solo sonaba la mano izquierda tocando en escala de fa. Lento…hasta que los acordes eran acompañados por una línea aguda que parecía más dulce y dolorosa a la vez, a la otra mano apoyada en el piano.
Y era capaz de recordar los alaridos. Eso reproducía el piano; los alaridos. El continuo gemir que lo martilleaba. Tenía algo en su interior que estaba harto de intentar escapar. Él sabía que no era un demonio. O eso creía en un principio.
Al principio intentó satisfacer su interior con objetos, con hombres, con animales. Sabía que las mujeres no querían acercarse a él por miedo, a contagiarse. ¿Podía ser una enfermedad la muerte? Él no lo quería, lo necesitaba. Si los miedos de la gente fueran mujeres, él las hubiera violado a todas.
Lujuria.Era como una bestia que rebuscaba en la juventud de la humanidad para agotar su mayor egoísmo. Y cuando lo conseguía, nacía el demonio. Nacían los alaridos. El dolor unido al placer. La sangre, la dilatación y el sudor. La respiración cortante. Y la huida.
Violaba almas en venganza porque la vida hubiera violado la suya.
Había veces en que le gustaba salir de noche a admirar el jardín descuidado de ese viejo caserón. Le gustaba pensar por qué había nacido en ese abandono, y cómo era capaz de crecer en él, de él. Se alimentaba de la tristeza, de la agonía. Y eso era capaz de saciarlo.
Sonaban notas a contratiempo en las dos manos… Sonaba el final de la melodía, el final de su historia. Pero justo cuando todo parecía morir, se le hinchó el pecho y se colocó erguido.
Recordó quién era. En qué se había convertido. Era un famoso pianista. Era mucho más. Era un negador de la luz, de la vida, de la existencia. Un negador de la razón de ser. Y lo peor de todo es que vivía orgulloso de ello.
Había sido la muerte, se había disfrazado de la mentira, se había encubierto tras los miedos, había crecido en el dolor y todavía seguía siendo pequeño ante el mundo y grande ante sus propios ojos. Se había creído grande en lo que debería creerse pequeño y se creyó pequeño en sus grandezas.
Soberbia.
Tenía un apetito desordenado de su propia excelencia. Tenía ansias y hambre de sí mismo. Y eso no era lo peor.
Tenía envidia de sí mismo, le daba pereza construirse, mejorarse; tenía hambre y apetito de sí, tenía ganas de robar su propio ser, tenía ansias por discutir con su persona y lo peor, se amaba tanto como a sus propios miedos. Él sabía que era imposible, porque si no, hubiera intentado violar su propio cuerpo.
Era un rebelde. No creía en nada ni nadie, por eso no obedecía ante ninguna ley. Ni siquiera ante Dios.
O ante el demonio.
La melodía lloraba. Varios cortes y silencios recordaban a la respiración y el ahogo de una persona que se lamenta. Daba la cierta sensación de que todos sus sentimientos de culpa habían sido encerrados entre las teclas de ese viejo piano; y que era el piano el que lloraba ante su mirada áspera y ante sus manos, las que nunca se lavaba tras sus pecados.
Seguía sonando la melodía de su vida. Seguía sonando su corazón al mismo tempo que las notas marcaban el compás. Fue entonces cuando miró al piano con cara de nostalgia y comenzó a hablar mientras seguía manejándolo.
“Me has ganado. Tú y la vida. Tú y la sociedad. Quería dejar de ser uno más arrastrado por los miedos, a seguir la corriente. Quería ser un desconocido que conoce, y no alguien con el que todo el mundo se identifica. No quiero ser el futuro. Quería ser distinto y no me di cuenta de que cuanto más me alejaba del juego de la vida, mas ella me estaba vacilando. ¿Qué juego? El de aprender. El de aprender de ella todo lo que se pueda. Me has ganado.”
Sonó un silencio. Y se rompió otro cristal. Y luego otro.
Se estaba destruyendo su casa al igual que se destruían sus emociones y sus ideales. Se estaba desmoronando su vida.
Un huracán atizó la vivienda rasgando las tejas y haciéndolas volar. Todo en su interior volaba, todo corría; huía. Todo parecía estar huyendo de su vida porque algo iba a acontecer.
Las paredes volaban, y los muebles daban tumbos por la casa. En cambio él seguía sereno y sin moverse, tocando el piano.
“Destrúyeme. Quiero conocer el infierno y que me ardan los pies cuando lo toque. Quiero ser juzgado. Quiero ser juzgado por toda la hipocresía del mundo acumulada. Quiero sufrir el calor. Y el frío. Quiero sufrir la maldad. Quiero conocer al diablo y reírme en su cara.”
Deseaba la muerte. Hacía mucho que los gusanos habían invadido su cuerpo y él no soportaba más la razón de seguir vivo. Deseaba morir y ésta parecía la mejor excusa.
Todo fue arrasado y todos sus pecados se le vinieron encima. La envidia, la pereza, la gula, la avaricia, la ira, la lujuria y la soberbia. Todos lo aplastaron en forma de tableros, de muebles y de ramas de árbol.
Debajo de toda esa multitud de objetos, todavía sonaba el final de una melodía. Y en el último suspiro pensó que sólo moriría en paz si terminaba aquella obra con la nota que nunca conseguía pulsar. Y entonces sonó.
No se equivocó. Simplemente sonó. Fue perfecta.

Y no murió.
Una carcajada sonó en el mundo; no era Dios, no era el diablo.
Era la Muerte que se reía. Era la misma Muerte que la Vida.
Y dijo la Muerte, y dijo la Vida: Ésta, es mi venganza. 

Por Main Stanich 

3 comentarios:

  1. Tenía algo abandonado el reader tanto como mi blog. Llego aquí, veo las últimas entradas, y veo esta. Joder, Main, eres buena. Pocas veces salgo de mi silencio como lector para escribir sobre lo mucho que alguien fluye en un texto.

    Quiero más, prométeme más.

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  2. por qué razón yo no había leído este comentario? jajajajaj

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  3. PD: esta dedicado a tu persona. remember^^

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